CARTAS A MIS HIJOS (IV)


Cuarta de la cuatro cartas de Expósito Sailor dedicada sus hijos.


Cartas a mis hijos
Por Expósito Sailor
expositosailor@megasur.net

Barbate a 30 de octubre de 2014

Queridos hijos:

No sé si recordareis a Ignacio Rueda. Sí, ese señor que iba deambulando por las calles de Barbate pregonando los últimos triunfos de su particular superhéroe Francisco Rivera “Paquirri”. Si queréis saber a quién me refiero, en la cafetería Bus o en el café Mejías podéis ver un retrato suyo colgado de la pared. En el retrato pintado por José Rivera se pueden apreciar sus vestidos de marinero humilde, su perenne sonrisa, su cara de felicidad, su cabeza cubierta por una boina, que no sé si lo ridiculizaba o le daba altivez y su inseparable trompeta de juguete colgada en bandolera con la que anunciaba sus particulares carteles taurinos. Ignacio era capaz de sacar lo mejor de muchas personas que observaban cómo un señor mayor ejercía de niño siendo capaz de arrancarles una tierna sonrisa. Ni que decir tiene, que en muchas ocasiones había un gilipollas que lo increpaba, le quitaba la boina y lo hacía llorar. Ignacio desconocía el valor del dinero y, si alguien le ofrecía alguna moneda, independientemente del valor que tuviera, él la solía cambiar en algún quiosco por una piruleta, que junto a los refrescos de naranja, no de cola ni de limón ni de tónica, era lo que en el mundo más le gustaba. Su vocación era ser policía local, pero a él no le interesaba saber si este o ese edificio tenía licencia de obras, si aquél conductor llevaba puesto o no el cinturón de seguridad o si los jóvenes motoristas llevaban puesto el casco, a él lo que le gustaba era dirigir el tráfico. Y os puedo asegurar queridos hijos, que no lo hacía mal. Posiblemente fuera porque los conductores al ver a Ignacio dirigiendo el tráfico sonreían y no queriendo importunarlo obedecían sus indicaciones. Jamás oí a Ignacio Rueda excusarse por su comportamiento cuando la policía local lo retiraba de situaciones peligrosas como la antes descrita. Nunca le escuché decir: “Yo creí que…, yo no sabía que…”. Nunca culpó a nadie de sus imprudencias. Ignacio no era ni chivato ni cobarde y asumiendo su rol buscaba otra esquina donde hacer sus pregones o bien, otra plaza donde nuevamente dirigir el caótico tráfico local.

En Madrid hay un señor que no deambula por la calles porque suele desplazarse en coches oficiales, que suele vestir trajes de seda, que prefiere la cola y la tónica antes que el refresco de naranja para sus onerosos combinados y que en vez de una humilde trompetita, él prefiere una robusta campana de bronce. A él también le gusta dirigir y, no sólo dirigió un gran partido político, un importante ministerio, los dineros de muchos países y también los de muchos madrileños y españoles, sin llegar a sacarle, que yo sepa, ni la más mínima sonrisa a la mayoría de ellos. Más bien creo que todo lo contrario. A él también lo han increpado, intentando quitarle la cartera provocándole sonoras rabietas. Imbéciles, queridos hijos, los hay por todas partes. Afortunadamente estos imbéciles son limitados y nunca llegarán a superar el número de habitantes de la tierra, aunque la codicia y la avaricia de muchos seres inhumanos, por desgracia es infinita. ¿Cuántas piruletas creen que pueden ser capaces de comerse en toda su vida? Pero el largo brazo de la ley le ha pedido explicaciones a él y a otros muchos con el mismo perfil psicológico. Y lo único que se le ha ocurrido decir es: “Yo creí que…, yo no sabía que…”


En fin, hijos míos. Un beso muy fuerte para cada uno. 

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