Alan Turing, la mente y la máquina

 



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Este artículo tiene su versión en audio en el Episodio 1 del Podcast Radical Barbatilo, a partir del 9:54.

Casi sesenta años después de su muerte, allá por 2013, una carta firmada por un puñado de científicos británicos liderado por Stephen Hawking conminaba al entonces primer ministro David Cameron que emitiera unas disculpas oficiales para un hombre con el que la humanidad siempre estará en deuda y al que se le debe un más que rendido reconocimiento. No solo por su vasta contribución en el campo de la computación, sino también por las miles de muertes que evitó durante la Segunda Guerra Mundial. Se estima que su descubrimiento adelantó en dos años el final de la contienda.

Qué contradicción ser condecorado con la Orden del Imperio Británico y, a la vez, repudiado por una sociedad marcada por un falso puritanismo. Alan Turing se suicidó en 1954 cuando estaba a punto de cumplir cuarenta y dos años tras una profunda crisis de melancolía enfermiza.

A finales del siglo XIX, el optimismo reinaba en la ciencia. Había habido avances fantásticos en varias disciplinas y se tenía la esperanza de encontrar una gran teoría que lo explicara absolutamente todo. Pero esto se derrumbó a principios del siglo XX, cuando se empezaron a encontrar severas limitaciones en varias ciencias.

En física, por ejemplo, parecía que, con las leyes de Newton y la teoría electromagnética de Maxwell, sus principios fundamentales estaban ya establecidos. Sin embargo, los primeros intentos para comprender el comportamiento de los átomos no fueron exitosos del todo. El descubrimiento de una serie de fenómenos que no podían explicarse con las ideas de la llamada Física Clásica supuso el inicio de la crisis de la misma, abriéndose nuevos e insospechados caminos.

La hasta entonces inquebrantable ciencia de la matemática también comenzó a tambalearse. De esta forma estalló la llamada “crisis de los fundamentos”, que llevaría a una terrible conclusión: las matemáticas no eran infalibles. El lógico Kurt Gödel demostró que había algunos problemas que no tenían solución, que la brillante y clara llanura de las matemáticas era en realidad un laberinto repleto de potenciales paradojas.

La pasión por la ciencia afloró en Turing desde muy joven y se decantó por las Matemáticas. Se graduó con honores en Cambridge en 1934, donde se interesó por los trabajos Gödel. Turing llevó sus ideas más allá y definió rigurosamente qué era computable y qué no, entendiendo como computable a todo aquello que podía resolverse con un algoritmo, es decir, un conjunto de operaciones sucesivas que llevan a la solución de un problema. Si un problema no tenía solución algorítmica entonces no tiene solución. Para dar forma a este concepto estableció los principios de una máquina capaz de computar toda clase de algoritmos. Nacía así uno de los pilares del edificio teórico de la informática moderna.

En 1938 se doctoró en la Universidad de Princeton y un año más tarde, ya de vuelta en Inglaterra y recién declarada la guerra a Alemania, el gobierno británico le propuso formar parte del departamento de criptografía instalado en el más alto secreto en la mansión victoriana de Bletchley Park, a pocas millas al norte de Londres.

El control de las comunicaciones durante el conflicto bélico era esencial y los alemanes habían desarrollado un sistema de cifrado de mensajes a través de un dispositivo similar a una máquina de escribir, la máquina Enigma, con un funcionamiento de una complejidad que desbordaba la capacidad de análisis de cualquier método conocido.

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El equipo liderado por Turing desentrañó los misterios que entre sus ruedas dentadas y complejos circuitos eléctricos guardaba Enigma. Por primera vez en cuatro años, los aliados contaron con cierta ventaja sobre el ejército alemán.

Es más que probable que sin Turing no se hubiese podido llevar a cabo la mayor operación militar conjunta jamás vista: el Desembarco de Normandía, el 6 de junio de 1944.  En este día, más de 100.000 hombres participaron en esta macrooperación de los ejércitos aliados en las playas del noroeste de Francia.  Podría decirse que el trabajo de descifrado de Turing y de su equipo fue tan importante que hizo posible un giro de 180 grados en el desenlace de la Segunda Guerra Mundial.

Pero con el final de la guerra también desaparece de la escena pública y prácticamente de la Historia Turing. De su trabajo no se tuvo demasiados detalles hasta finales de los años 70, dado que Churchill ordenó destruir toda información al respecto. A Turing se le distinguió con la Orden del Imperio Británico por sus contribuciones y a partir de ahí pasó al más absurdo de los anonimatos, y lo hace porque paradójicamente se le considera una potencial amenaza para la seguridad nacional, tanto por los secretos militares que poseía como por su homosexualidad y su carácter solitario.

Sin embargo, Turing siguió investigando y presentó al mundo científico un prototipo de ordenador, precursor de los actuales, y sus trabajos en Inteligencia Artificial, unos trabajos que con el tiempo la comunidad científica reconoce como varias décadas adelantados a su tiempo. Todo fue inútil, era como predicar en el desierto. Todos se confabularon contra él y contra su genialidad.


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En 1952, tras admitir su homosexualidad acabó en los tribunales y condenado. Para eludir la cárcel aceptó la castración química a base de hormonas femeninas, lo que hizo que su cuerpo experimentara cambios que nunca aceptó. El 8 de junio de 1954 fue hallado muerto en su casa de Manchester. Todas las investigaciones apuntaron a que fue un suicidio pues se había encontrado junto a su cadáver una manzana mordida envenenada con cianuro.

Acabó la vida de este genial matemático y comenzó su leyenda. Una leyenda que se proyecta en el tiempo con ese críptico homenaje que Apple hace con su logo de la manzana mordida al padre de la informática moderna.


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Sesenta años después de su muerte, la reina Isabel II promulgó el edicto por el que se exoneraba oficialmente a Alan Turing, quedando anulados todos los cargos en su contra. Unas disculpas demasiado tardías para quien no pudo ni aceptarlas ni disfrutar de su crucial legado. 

Las matemáticas son un lugar donde puedes hacer cosas que no puedes hacer en el mundo real. Marcus du Sautoy.

 

Hasta luego.

Paco Gil Pacheco (@PacoGilBarbate)



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